Asombrarse para pensar: una revolución olvidada
- Jesús Eduardo Garduño Inclán (@otrochuchomas)

- 2 sept
- 4 Min. de lectura
«Lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la capacidad de asombro»
(Gaarder, 2010). Esta sencilla afirmación, lejos de ser una trivialidad, captura la esencia misma del origen del pensamiento filosófico. Antes de los sistemas complejos, de los debates académicos y de los gruesos manuales, la filosofía nace de un gesto profundamente humano, casi infantil: el de maravillarse ante el mundo y preguntar "¿por qué?". En este gesto inaugural se encuentra la raíz de toda reflexión, y recuperar su vigencia es hoy un desafío tan urgente como fecundo.

El thaumazein y la tradición griega
Los antiguos griegos, pioneros de nuestra tradición de pensamiento, tenían una palabra precisa para nombrar este impulso: thaumazein. Este término no alude únicamente a la sorpresa, sino a un asombro profundo, una perplejidad que nos sacude frente a lo aparentemente ordinario. Platón (427-347 a. C.), en su diálogo Teeteto, pone en boca de Sócrates la idea de que la filosofía no tiene otro origen que ese sentimiento inicial (Reale, 1983). El asombro, para él, es lo que nos impulsa a ir más allá de las apariencias, a no conformarnos con las sombras que vemos en la caverna de nuestra vida cotidiana, y a buscar en su lugar los “moldes” o Ideas eternas que confieren sentido y estructura al mundo. De este modo, filosofar equivale a emprender una “segunda navegación”: un viaje que, dejando atrás la percepción sensible, se adentra en el mundo inteligible de las esencias.
Aristóteles (384-322 a. C.), el discípulo más brillante de Platón, compartió esa reverencia por el asombro, aunque lo encauzó en una dirección distinta. Mientras Platón se elevaba hacia el mundo de las Ideas, Aristóteles se inclinaba a observar la naturaleza viva. Para él, la filosofía nace de una «curiosidad ociosa» (García-Baró, 2011), del maravillarse ante los fenómenos concretos: el movimiento de los astros, la reproducción de los animales o la estructura de una planta. Este asombro no busca escapar del mundo sensible, sino comprenderlo en sus “causas primeras”. Así, la tarea del filósofo no es recordar un mundo ideal, sino investigar, clasificar y explicar con rigor la riqueza inagotable de lo que tenemos ante los ojos, pasando de la observación atenta al conocimiento científico.
Ambas perspectivas confluyen en una figura decisiva: Sócrates (470-399 a. C.). Aunque no dejó escritos, su vida encarnó el ejercicio mismo del asombro filosófico. Inspirado por el célebre «¡Conócete a ti mismo!» del Oráculo de Delfos, desplazó el eje de la filosofía desde el cosmos hacia el hombre. Su método, la mayéutica, fue un arte de la sospecha: no ofrecía respuestas cerradas, sino preguntas que obligaban a examinar el propio saber. Al mostrar que muchos de sus interlocutores creían saber lo que en realidad ignoraban, Sócrates revelaba que la primera condición de la filosofía es reconocer los límites de nuestro conocimiento. Su célebre «sólo sé que no sé nada» expresa con claridad esa humildad radical que surge del asombro genuino.

Allí donde se acaba la indiferencia, comienza el filosofar
En nuestro tiempo, saturado de respuestas inmediatas y de información que con frecuencia ahoga la reflexión, recuperar la capacidad de asombro se convierte en un gesto más revolucionario que nunca. Tal vez el mejor maestro en esta tarea sea el niño. Schopenhauer y Vico establecieron un vínculo directo entre el genio, la imaginación poética y la infancia. Y no es casualidad: el niño vive en un mundo donde lo ordinario aún es extraordinario. Su percepción, libre de la costumbre, es pura espontaneidad; su imaginación no está constreñida por las reglas de lo posible, y su lenguaje es una expresión directa y fresca de sentimientos. Revitalizar esta figura, no como un estado transitorio que debe superarse, sino como una potencia que merece recuperarse, puede ser el primer paso para sacudir la indiferencia que adormece nuestro pensamiento.

Nietzsche y la metamorfosis vital
Este retorno a la mirada infantil es, paradójicamente, el trampolín hacia la madurez más alta del espíritu. Friedrich Nietzsche lo expresó con fuerza al afirmar que «el hombre es algo que se debe superar». Pero esa superación no consiste en una huida del mundo, sino en una inmersión más profunda en él, en un abrazo al «sentido de la tierra». La meta es una humanidad más elevada, anticipada en el genio y el artista, cuya existencia no se define por la resignación, sino por la afirmación gozosa de la vida, simbolizada en «el heroísmo, la danza y el juego». Aspirar a esta transformación significa dejar de ser meros espectadores pasivos para convertirnos en creadores de valores, capaces de un nuevo comienzo semejante al del niño nietzscheano (Torralba, 2007).
El thaumazein de los griegos no debe entenderse como simple curiosidad intelectual. Es, más bien, una fuerza vital que impulsa la metamorfosis del ser humano. Nos lleva a romper con las cadenas de lo dado, a poner en cuestión lo que parecía obvio, a atrevernos a bailar al borde del abismo de lo desconocido. En este sentido, la filosofía no renace como una disciplina académica cerrada en sí misma, sino como una forma de resistencia frente a la costumbre que adormece el pensamiento. Allí donde se acaba la indiferencia, comienza el filosofar.
Referencias
Gaarder, J. (2010). El mundo de Sofía. Siruela.
García-Baró, M. (2011). Sócrates y herederos. Introducción a la historia de la filosofía occidental. Sígueme.
Reale, G. (1983). Historia del pensamiento filosófico y científico (Tomo 1). Herder.
Torralba Roselló, F. (2007). Los maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche, Freud. Fragmenta Editorial.










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